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Los apellidos de Soledad

15 de septiembre, primer día de curso, 2º de la ESO, nueve de la mañana. Hay cierto alboroto en clase. Todos están ansiosos por ponerse al día de las aventuras del verano.

Hace calor. Al fondo hay una chica nueva. Es morena, tiene el pelo largo y los ojos grandes. Muy guapa. Todavía no se le ha acercado nadie pero es imposible no verla. Su lenguaje corporal habla por ella. Pronto comienzan a rondarle algunos chicos/as y a entablar alguna “protoconversación”.

Este primer día lo dedicamos a una serie de dinámicas para acercarnos después de las vacaciones y comenzar a crear clima. En esos juegos, sabemos que se llama Sole, tiene 15 años y acaba de llegar. A su casa y a la ciudad.

Poco a poco nos vamos adentrando en la rutina del curso. Primeras clases, evaluaciones iniciales, tareas. Sole levanta la mano continuamente. Siempre quiere saber, tiene dudas y opiniones sobre todo y sobre todos/as. Pronto notamos que, por el nivel de sus preguntas, se encuentra bastante perdida y, muy pronto, lo nota el grupo también. Ella, que es muy lista, se da cuenta y, casi sin percatarnos la curiosidad se va tornando impertinencia. El caso es parar la clase y ser el centro de atención. Un día cualquiera, le indico discretamente que quizá no sea el momento de hacer esos comentarios. Su reacción es completamente desproporcionada. Estalla en una ira incontrolable y remata la faena con insultos, empujón de mesa y un portazo que parece su última palabra.

En el recreo intento acercarme, lentamente, de la manera menos invasiva posible. Quiero hablar con ella pero está muy cerrada. Intuimos que la vida la ha golpeado y nos preguntamos qué podemos hacer por ella. No sabemos la respuesta pero lo que tenemos claro que no podemos volverla a golpear.

Así ocurren nuestros primeros encuentros. Y cuando hablas, adoptas tu discurso de supervivencia y me cuentas lo que crees que yo quiero oír.

El claustro está preocupado por ti y te dedicamos algunos ratos. Llegamos a la conclusión de que tu agresividad comunica un malestar más grande y que a veces, el miedo, se viste de pasota. Y decidimos como dice Íñigo Martínez Mandojana escuchar con los ojos, entender tus códigos, que a veces no son convencionales y que te están permitiendo sacar la basura.

Yo, que soy tu tutora y paso gran parte de mi jornada laboral contigo, sé que la empatía se facilita con el afecto. Y me propongo acercarme a ti con un plan de actuación basado en un montón de pequeñas nadas. Las pequeñas nadas favorecen un aluvión de oportunidades y buenas sensaciones que permiten la cercanía, la confianza y la generosidad mutua. Así que te pido que llevemos juntas las fotocopias a la clase, me ayudas a montar un mueble nuevo para el aula porque sabes que soy manos rotas, te dejo mi chaqueta porque hace fresco y parece que vienes desabrigada, celebramos tu santo con la clase con un bizcocho que hago pensando en tí el domingo por la tarde, de repente me encanta el reguetón y las uñas esculpidas… en fin, vivimos un montón de pequeños momentos que es donde ocurren las grandes cosas. Y hacemos que el cole no parezca una institución. Lo convertimos en un espacio de confianza y seguridad que facilite la conexión. Y cambiamos la mirada. No importa que hayas vuelto a suspender, ni que te hayas peleado de nuevo con Lorena que también le gusta el “pues yo más que tú“. Ahora lo importante es descubrir lo que tienes, no recordarte una y otra vez lo que te falta. Y entender que sacar un tres es tres veces más que entregar en blanco.

Y, casi sin darnos cuenta, empezamos a disfrutar.

Hasta que un día, ya ni me acuerdo por qué, te volviste a frustrar y a sacar toda la ira que llevas dentro. Como si de pronto estuviéramos de nuevo en el principio. Insultos, mirada desafiante y unos muelles que, de repente, parece que salen de tus zapatillas y modifican tu manera de caminar. En ese momento, como en otros parecidos, la contienes, te callas, te vas y le haces saber que así no, u otras múltiples opciones dependiendo del dónde, cuándo, por qué o delante de quién haya ocurrido.

Yo sé que tú has estado siempre en alerta y cuando se está en alerta, es difícil reflexionar. Pensé que ya habías bajado la guardia y que estábamos en otra fase, pero se ve que tenías que recordarte a tí misma que todavía eras la de siempre. Por si acaso. Entre gritos me preguntaste si yo recordaba todas las camas en las que había dormido y si sabía lo que era que nadie te hubiese querido para siempre. Entonces entendí que la empatía no era el camino. Yo no he sido maltratada, ni retirada de mi familia, ni he vivido en varios centros, ni he tenido varios fracasos en familias de acogida, ni vivo esperando que mi familia biológica quiera o pueda acudir a las visitas. Y me muestras, como dice Pepa Horno, una dimensión afectiva del maltrato. Me enseñas que, a veces, la violencia y el afecto van de la mano y que eso te hace muchísimo más daño. Así que no me puedo asomar a tu mundo interior y ver lo que sucede. Tengo que sintonizar contigo, y esto va en las dos direcciones. Yo, también me expongo. Porque eso es lo que nos vincula. Y a lo mejor tengo hasta que sintonizar con el momento evolutivo en el que todo se rompió. Esto me ayuda a entender que tus comportamientos a veces me piden que responda como si fueras una niña mucho más pequeña. Y te agradezco que me dejes entrar. De esta manera te pongo en valor. Desde esta seguridad a lo mejor podemos ponerle nombre a tu dolor y empezar a integrarlo. Te acompaño sin juicios, ni recriminaciones. Y así, como el que no quiere la cosa, comienzas, como dice José Luis Gonzalo, a sentirte sentida.

Y mientras tanto, las tareas, los trabajos de clase, la revolución industrial y el aparato reproductor. Porque la escuela no sólo debe ser una experiencia curricular, sino, cuando sea necesario, terapéutica y reparadora, porque es una acción social, que prepara para la vida, y en la vida, con sufrimiento, las matemáticas no entran. Porque si no, no es escuela. Y porque es eso lo que nos hace maestros/as.

Así que contigo Sole, cambiamos el lenguaje de los refuerzos y los castigos y decidimos hablar otros más inciertos, pero también más vivos.

Han pasado diez años y el otro día viniste a vernos. Tienes trabajo estable, pareja y un bebé. Sigues estando igual de guapa. Cuando te ibas me abrazaste, y con la misma seguridad con la que te ponías en tu sitio cuando te enfadabas me dijiste “porque vosotros no sabíais que era imposible, yo lo conseguí”.

Y aquí seguimos, haciendo escuela.

 

Reyes Ruiz Moreno
Orientadora del Colegio Ferroviario y profesora del Ciclo Formativo de Grado Superior en Integración Social

(*) El texto es ficticio aunque se han tomado ideas sobre la intervención social que plantean autores/as como Pepa Horno, José Luis Gonzalo e Iñigo Martínez.

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